viernes, 1 de agosto de 2014

Un día en el parque...


Pablita había quedado en encontrarse con su amor platónico en aquella plaza descuidada del centro de San Cristóbal, tradicionalmente llamada “Plaza de los Enanitos”. Imaginaba un encuentro con el destino, su verdadero amor. Esperaba que aquel individuo le hiciera sentir la sangre ardiendo dentro de su cuerpo y reflejase un sudor frio en sus manos, personalmente, así como cuando hablaban por teléfono.

Aquella tarde de agosto, el sol abrigaba cálidamente los árboles que daban una frescura primaveral, a pesar de estar en verano. Ansiosa y como había acordado con su galán, se puso su predilecto vestido de flores azules y se dejó el cabello suelto para que se secara con el viento y así mantener la frescura de una fruta recién cosechada.

Tomó el primer autobús que la dejaba cerca de aquel lugar acordado. Veinte minutos de trayecto que la sumergieron en sus pensamientos bastaron para pedir la parada, titubeó al caminar, -“¿de verdad será cierta tanta maravilla? Espero que mantenga su posición, de que lo de adentro es lo más importante. No creo ser muy bonita, pero él me hace ver como la mujer más bella del universo, me hace sentir bien conmigo misma”-, dijo para sus adentros.
Mientras caminaba en dirección al parque, observaba que ya había personas ubicadas en ciertas esquinas en las que ella se imaginó servirían para mantener una conversación amena y divertida lejos de los oídos chismosos de los peatones que por la zona transitaban. Pero se limitó a buscar segundas opciones para mantener su charla en secreto.

Se detuvo al frente de lo que era una casita alemana muy pequeña, recordó con nostalgia los momentos felices que pasó en aquella plaza durante su infancia, que a pesar de tener columpios y otras atracciones, hoy en día, ya no era la esencia de lo que un día fue. Una vez más este sería un recuerdo que guardaba en el baúl de su memoria y que quizá compartiría con sus nietos, narrando una historia anecdótica como la que sus abuelos solían contarle.


Tomó su bolso cruzado de correa larga que combinaba con el blanco de sus sandalias y se sentó en una banca que estaba “cazando” desde que llegó. La pareja que estaba “comiendo enfrente de los pobres” decidió retirarse pronto a un lugar más íntimo. Sacó su móvil y escribió: -“¿Dónde estás? Ya llegué. Estoy por una de las esquinas cerca de la casa de los enanos”.

Inmediatamente la respuesta a su mensaje se hizo efectiva: -“Ya voy llegando hermosa dama, el tráfico está en mi contra hoy” - escribió Juan. Pablita suspiró, pensó en que hoy no sería plantada, como en ocasiones anteriores con otros chicos. Ese muchacho era su caballero. A lo lejos ella cruzó su mirada con un joven muy guapo que la observaba disimuladamente mientras intentaba ocultar su desinterés por ella escribiendo por su celular, -“Dios, ¡qué guapo es!, ojalá así sea él. Bueno, ojalá que no me vaya a robar, porque tampoco soy muy bella como para que se me quede viendo así”-. Se sonrojó, porque ningún chico la miraba, tan solo para burlarse de su aspecto, pero ese joven era diferente. - “Quién sabe, le habré recordado a alguien”, - pensó.

El estado del tiempo que era cálido empezó a hervir como una olla que ya tenía suficiente tiempo en la cocina. Ya no podía soportar tanta espera una hora había pasado y Pablita escribió de nuevo a Juan, que ya se estaba demorando en llegar, haciéndole honor a la impuntualidad del venezolano. Nuevamente recibió un: “ya voy llegando” que calmó su angustia.

Pablita aprovechó su espera mirando sigilosamente a aquel muchacho, lo suficiente, como para guardarlo en su memoria y jugar a que Juan era él, sólo para pasar el tiempo. Si no hubiera sido porque había muchas personas, ella se hubiese ido. Le asustaba que un hombre la viera tanto, sobre todo porque tenía una cabellera hermosa, lacia y abundante, no quería que se la robasen, como a otras mujeres que eran víctimas de las “pirañas”. Además quiso darle un tiempo extra a Juan, para al menos verle la cara y luego de reclamarle, poder charlar como en la mente de Pablita ocurría.

Relajada y distraída por el implacable sol que se estaba asentando en la plaza, se internó en su mente que empezaba a dibujarle a ese hombre ideal, parecido al chico que estaba allí sentado. Imaginaba cómo se levantaba en las mañanas de la cama, con la misma seguridad con la que hablaban del existencialismo. En su mente Juan, estiraba sus brazos para quitarse la pereza, notándosele unos músculos deseables y dignos de cualquier dios del Olimpo. Sería una maravilla verle sin camisa, a ese chico con el que cruzaba miradas. Imaginó que mientras se duchaba el agua buscaba camino entre sus abdominales cual lavadero. –“Umm unos cuadros perfectos”- se saboreó en el chocolate pasión de lo que pensaba sería su piel.
Juan y Pablita habían intimado de formas tan especiales por teléfono, que ella sentía una conexión emocional con este hombre, cuya voz retumbaba en su corazón de la alteración que le provocaba, -“Su voz debe ser complemento del cuerpo tan tonificado como el de aquel chico. Solo espero gustarle”-.

El tiempo transcurrido había sido suficiente como para que Pablita le enviase un mensaje de texto diciendo: -“Esto no se le hace a una mujer, no quiero volverte a ver más nunca en mi vida, te esperé por más de dos horas y nunca llegaste”.

En efecto aquel chico con quien compartió miradas durante un rato, era Juan, tal como ella lo imaginaba, todo un Dios. Era perfecto. Su espalda era tan ancha que era inevitable no sentirse protegida con tan solo su presencia, su voz tan penetrante que hipnotizaba, sus ojos azules hacía que cualquiera se perdiera en su alma.

-“El deseo de no volver a ver es mutuo, si fuera ciego tendría algo contigo, pero eres muy fea, pareces un bicho raro”. – Fue el mensaje que recibió Pablita, quien no gozaba de los mejores atributos mayores a los de su personalidad, era linda cuando pequeña, pero de grande, sufrió la terrible transformación de la pubertad. Se anchó su espalda y su estómago le abrió paso a sus órganos que habían crecido inusualmente, perdiéndose con sus senos, que no tenían gracia. Su voz de princesa había cambiado a una chillona, que había podido controlar haciendo cursos de locución. Sus piernas eran tan delgadas que parecían palillos débiles a punto de romperse por el peso de su cuerpo. El acné había invadido su cara como cráteres que estaban a punto de hacer erupción. Su cabello estaba desgastado y usaba extensiones para ocultar su inevitable alopecia, que la atacaba por el cuello hacía arriba igual que ocultaba sus orejas que parecían antenas parabólicas.

El llanto no estalló en esta pobre chica de aspecto inusual. Decidió más nunca regresar a su casa y olvidar todo lo que conocía y a los pocos que llegó a conocer, entre ellos Juan, que la había examinado desde que llegó a la plaza, pero no fue valiente como para confrontarla, realmente era desagradable a la vista y Juan admitió su cobardía luego de pasar dos horas desilusionándose por el grotesco aspecto de su “hermosa dama”, como él mismo la había bautizado, no creyó que el físico tuviera tanta importancia.


Pensó que los únicos que podrían comprenderla eran sus iguales. Se fue al relleno sanitario de San Josecito y decidió internarse a vivir en la montaña junto a los bichos raros que eran producto de mutaciones por la contaminación ambiental. Pronto viviría desnuda junto a los únicos que realmente no les importó su aspecto. Devoraba los mismos desechos sólidos que ellos y a veces era picoteada en la espalda por los zamuros, quienes pensaban que era mejor comerle que seguir viviendo con ella.

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