Pablita había quedado en encontrarse con
su amor platónico en aquella plaza descuidada del centro de San Cristóbal,
tradicionalmente llamada “Plaza de los Enanitos”. Imaginaba un encuentro con el
destino, su verdadero amor. Esperaba que aquel individuo le hiciera sentir la
sangre ardiendo dentro de su cuerpo y reflejase un sudor frio en sus manos,
personalmente, así como cuando hablaban por teléfono.
Aquella tarde de agosto, el sol abrigaba
cálidamente los árboles que daban una frescura primaveral, a pesar de estar en
verano. Ansiosa y como había acordado con su galán, se puso su predilecto
vestido de flores azules y se dejó el cabello suelto para que se secara con el
viento y así mantener la frescura de una fruta recién cosechada.

Mientras caminaba en dirección al
parque, observaba que ya había personas ubicadas en ciertas esquinas en las que
ella se imaginó servirían para mantener una conversación amena y divertida
lejos de los oídos chismosos de los peatones que por la zona transitaban. Pero
se limitó a buscar segundas opciones para mantener su charla en secreto.
Se detuvo al frente de lo que era una
casita alemana muy pequeña, recordó con nostalgia los momentos felices que pasó
en aquella plaza durante su infancia, que a pesar de tener columpios y otras
atracciones, hoy en día, ya no era la esencia de lo que un día fue. Una vez más
este sería un recuerdo que guardaba en el baúl de su memoria y que quizá
compartiría con sus nietos, narrando una historia anecdótica como la que sus
abuelos solían contarle.
Tomó su bolso cruzado de correa larga
que combinaba con el blanco de sus sandalias y se sentó en una banca que estaba
“cazando” desde que llegó. La pareja que estaba “comiendo enfrente de los
pobres” decidió retirarse pronto a un lugar más íntimo. Sacó su móvil y
escribió: -“¿Dónde estás? Ya llegué. Estoy por una de las esquinas cerca de la
casa de los enanos”.
Inmediatamente la respuesta a su mensaje
se hizo efectiva: -“Ya voy llegando hermosa dama, el tráfico está en mi contra
hoy” - escribió Juan. Pablita suspiró, pensó en que hoy no sería plantada, como
en ocasiones anteriores con otros chicos. Ese muchacho era su caballero. A lo
lejos ella cruzó su mirada con un joven muy guapo que la observaba
disimuladamente mientras intentaba ocultar su desinterés por ella escribiendo
por su celular, -“Dios, ¡qué guapo es!, ojalá así sea él. Bueno, ojalá que no
me vaya a robar, porque tampoco soy muy bella como para que se me quede viendo
así”-. Se sonrojó, porque ningún chico la miraba, tan solo para burlarse de su
aspecto, pero ese joven era diferente. - “Quién sabe, le habré recordado a
alguien”, - pensó.
El estado del tiempo que era cálido
empezó a hervir como una olla que ya tenía suficiente tiempo en la cocina. Ya
no podía soportar tanta espera una hora había pasado y Pablita escribió de
nuevo a Juan, que ya se estaba demorando en llegar, haciéndole honor a la
impuntualidad del venezolano. Nuevamente recibió un: “ya voy llegando” que
calmó su angustia.
Pablita aprovechó su espera mirando
sigilosamente a aquel muchacho, lo suficiente, como para guardarlo en su
memoria y jugar a que Juan era él, sólo para pasar el tiempo. Si no hubiera
sido porque había muchas personas, ella se hubiese ido. Le asustaba que un
hombre la viera tanto, sobre todo porque tenía una cabellera hermosa, lacia y
abundante, no quería que se la robasen, como a otras mujeres que eran víctimas
de las “pirañas”. Además quiso darle un tiempo extra a Juan, para al menos
verle la cara y luego de reclamarle, poder charlar como en la mente de Pablita
ocurría.

Juan y Pablita habían intimado de formas
tan especiales por teléfono, que ella sentía una conexión emocional con este
hombre, cuya voz retumbaba en su corazón de la alteración que le provocaba,
-“Su voz debe ser complemento del cuerpo tan tonificado como el de aquel chico.
Solo espero gustarle”-.
El tiempo transcurrido había sido
suficiente como para que Pablita le enviase un mensaje de texto diciendo: -“Esto
no se le hace a una mujer, no quiero volverte a ver más nunca en mi vida, te
esperé por más de dos horas y nunca llegaste”.
En efecto aquel chico con quien
compartió miradas durante un rato, era Juan, tal como ella lo imaginaba, todo
un Dios. Era perfecto. Su espalda era tan ancha que era inevitable no sentirse
protegida con tan solo su presencia, su voz tan penetrante que hipnotizaba, sus
ojos azules hacía que cualquiera se perdiera en su alma.
-“El deseo de no volver a ver es mutuo,
si fuera ciego tendría algo contigo, pero eres muy fea, pareces un bicho raro”.
– Fue el mensaje que recibió Pablita, quien no gozaba de los mejores atributos
mayores a los de su personalidad, era linda cuando pequeña, pero de grande,
sufrió la terrible transformación de la pubertad. Se anchó su espalda y su
estómago le abrió paso a sus órganos que habían crecido inusualmente,
perdiéndose con sus senos, que no tenían gracia. Su voz de princesa había
cambiado a una chillona, que había podido controlar haciendo cursos de locución.
Sus piernas eran tan delgadas que parecían palillos débiles a punto de romperse
por el peso de su cuerpo. El acné había invadido su cara como cráteres que
estaban a punto de hacer erupción. Su cabello estaba desgastado y usaba
extensiones para ocultar su inevitable alopecia, que la atacaba por el cuello
hacía arriba igual que ocultaba sus orejas que parecían antenas parabólicas.
El llanto no estalló en esta pobre chica
de aspecto inusual. Decidió más nunca regresar a su casa y olvidar todo lo que conocía
y a los pocos que llegó a conocer, entre ellos Juan, que la había examinado
desde que llegó a la plaza, pero no fue valiente como para confrontarla,
realmente era desagradable a la vista y Juan admitió su cobardía luego de pasar
dos horas desilusionándose por el grotesco aspecto de su “hermosa dama”, como
él mismo la había bautizado, no creyó que el físico tuviera tanta importancia.
Pensó que los únicos que podrían
comprenderla eran sus iguales. Se fue al relleno sanitario de San Josecito y
decidió internarse a vivir en la montaña junto a los bichos raros que eran
producto de mutaciones por la contaminación ambiental. Pronto viviría desnuda
junto a los únicos que realmente no les importó su aspecto. Devoraba los mismos
desechos sólidos que ellos y a veces era picoteada en la espalda por los
zamuros, quienes pensaban que era mejor comerle que seguir viviendo con ella.